lunes, 24 de octubre de 2011

Lo que hay que aguantar


Elíades Pascual celebraba su primer juicio ante un Tribunal del Jurado. A su cliente se le acusaba de homicidio imprudente y omisión del deber de socorro. Regresando de una noche de fiesta, mientras circulaba bajo una lluvia persistente y rauda por una carretera sin iluminación alguna que se encontraba en obras, atropelló a un anciano que se dirigía a su campo a realizar las tareas propias de los campesinos, marchándose del lugar sin socorrerle, falleciendo el pobre hombre a los tres días. Desde sus primeras declaraciones manifestó que no se percató de que hubiese atropellado a una persona, argumentando en todo momento que pensó que con lo que había colisionado su vehículo era una valla de señalización de obras de las muchas que en aquel tramo se encontraban. Por más veces que Elíades intentó sonsacar la verdad a su cliente, esperando que en un arrebato de sinceridad le confesase que se había percatado del atropello y que, preso del miedo, se había dado a la fuga, no lo consiguió, manifestándole en todo momento lo que había dicho desde el principio.

La primera mañana del juicio se realizó la selección de los miembros del jurado. Elíades prefería que éste estuviera integrado por hombres, a diferencia del fiscal y del abogado de la familia del anciano fallecido, que se decantaban más por las mujeres. El motivo era muy sencillo: el hombre es más proclive a empinar el codo y conducir después, lo que en un momento determinado era una buena baza a la hora de conseguir que se identificara el jurado con su cliente.

Tras las arduas sesiones que siguieron se fueron practicando todas las pruebas, alguna de ellas desagradables.  
  
Llegó el momento de las conclusiones finales, un jueves por la tarde. Los resúmenes de prueba se iniciarían por el fiscal, seguiría la acusación particular y culminaría con la exposición del defensor del acusado. Elíades no había podido comer nada, pues un nudo en el esófago le impedía tragar. Pese a que el juicio lo había preparado con destreza y a conciencia, desde que se había levantado aquella mañana en la que sabía que habría de resumir todas las pruebas practicadas para inclinarlas a favor de su cliente, no había podido controlar un ligero temblor en las manos, el cual ocasionó que varias veces se le cayese la pluma de las manos. Todos tomaron asiento. El fiscal, tras concedérsele la palabra, comenzó su informe, exponiendo los motivos por los que el acusado debía ser condenado. Elíades mantenía las manos bajo la mesa a fin de evitar que nadie, y sobre todo su cliente, apreciara el ligero temblor que las movía. Un extraño olor amargo que no podía identificar le llegaba de vez en cuando. Elíades estaba pendiente de lo que decía el fiscal, sin poder reprimir el temblorcillo, tomando notas de vez en cuando, preguntándose qué era aquello que olía tan extrañamente de vez en cuando. Su cliente miraba al techo de la sala, a los miembros del jurado y a algunas personas que se sentaban en los bancos destinados al público, sin mostrarse, al menos aparentemente, preocupado. Cuando el fiscal concluyó su demoledor monólogo el presidente del tribunal concedió la palabra al abogado de la familia de la víctima. Entonces, mientras Elíades tomaba un folio nuevo y lo encabezaba con unas rápidas notas, su cliente lo miró con su extraña cara de monaguillo bizco y, como si el juicio no fuera con él, frotándose las manos, a la vez que el olor rancio se hacía mucho más evidente, dijo a su abogado: “Me he pegao una pechá de sardinas al mediodía!”… y Elíades temblando y sin poder contenerse, pensando: "Lo que hay que aguantar".

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